Se cumplen estos días 30 años de aquel fallido y vergonzoso golpe de estado, en el que un guardia civil, con tricornio y pistola, tomó a los diputados nacionales de rehenes en el Congreso y casi manda al carnaval de nuevo a las catacumbas. Repasando la colección del periódico local ‘Bedunia’ por esas fechas, he dado con una columna, firmada por mí, que en aquellos fatídicos idus de marzo de 1981, trascurridos ya los carnavales y aún con la zozobra en el cuerpo, describía perfectamente el miedo de unos carnavaleros, en aquella fatídica noche, con Antonio Tejero dando voces en el casón de la Carrera de San Jerónimo de Madrid. Una columna que he querido rescatar para dar ahora una visión a 30 años vista.
Salimos de casa los cuatro (mi hermano Chago, su mujer, mi mujer y yo) amedrentados, callados, miedosos. Llevábamos bolsas de plástico, y en ellas, los trajes de carnaval a medio hacer, casi bocetos. Pocas horas antes, por la radio, habíamos escuchado el secuestro de los diputados en el Congreso. Noticias confusas, Medias verdades. Apenas nada… Y después…, silencio.
Nos habíamos puesto en contacto con casi todos los componentes del grupo (quizá el único año que mi mujer y yo hemos salido en comandita, en grupo), para saber a qué atenernos. Y habían, habíamos decidido seguir adelante. Las calles solitarias eran barridas por una fría y penetrante brisa de febrero loco.
Cuando llegamos al sitio de reunión, prácticamente estaban todos. Unos y otros comentaban, discutían, susurraban los acontecimientos. Sin embargo, en el ambiente batía la impotencia como pájaro de mal agüero.
Se había constituido una sala de información (un televisor y dos transistores) y una sala de costura. En la primera, los hombres y alguna mujer nos dedicábamos a pegar todo lo pegable; en la otra, el monótono machaqueo de una máquina de coser coordinaba las puntadas de seis agujas. En la tele, Bop Hope, chorrada tras chorrada, desgranaba una antigua película que nos hacía reír entre dientes, entre líneas. En los transistores, música y noticias, Música mala y noticias malas, repetidas, sueltas…, que nos encogían, más aún si cabe, el corazón. El abuelo (en todas las grandes casonas siempre hay o había un abuelo) iba de una sala a otra cuchicheando, rezongando: “Así empezó lo del treintaiseis”.
La Bañeza velaba sus armas metafóricas entre patrones, hilvanes deshilachados y telas de chillones colores. A ratos se oía una voz: “callad que van a dar un avance informativo”. Y el Gabilondo, con cara de pocos amigos, soltaba lo que había dicho media hora antes o una hora antes. Pero más cargado de bombo. Nada. Pasaban las horas gota a gota, machaconamente. “Oye, mira lo que dice Radio París, que el golpe tiene el visto bueno del Rey”, “bobadas…”.
El abuelo dijo entonces: “No me gusta nada, así empezó lo del treintaiseis”. “Calla, abuelo, el Rey va a hablar, lo ha dicho la tele”. Y habló. Un minidiscurso que calmó un tanto nuestros ánimos (“Ya decía yo”, “calla, coño, que bastante ha tardado). Y el abuelo volvía a sentenciar: “Todavía queda un demócrata en España”.
En la cadena Ser, José María García radiaba todos los incidentes, y algunos más, como si de un partido de fútbol polémico y controvertido se tratara. En la televisión, un bañezano, Odón Alonso, hacía patria chica con la batuta, como si fuera una metralleta de paz que disparase rosas.
Más café, con orujo, algún licor. Alguien esboza un comentario de política, pero no está el horno para bollos, no prospera. Otro, “dejaros de lamentos y cantemos, que como esto siga adelante, volvemos al carnaval de catacumbas”: ‘Ay carnaval, / que está lloviendo, / como me mojo por fuera / también me mojo por dentro.
Son las tres, quizá las cuatro de la mañana. Hay que hacer las pruebas. Los hombres para un lado y las mujeres para otro (juntos sí, pero no revueltos). Puntada aquí, alfiler allá, hay que cortar más, otros quedan muy apretados (“pues que adelgace, coño”, dice la maestra de costura), hilván a un lado, tiza al otro. Los trajes de rana se iban formando en nuestros cuerpos, maniquís vivientes, casi a hachazos, como a empujones. Las cabezas de rana…, eran tela de otro costal. Eran trajes de verde esperanza, “de guardia civil. “Leches, no nombres en fusil en casa del fusilado”.
“Dicen que se han oído tiros en el Congreso”. “¿Qué pretenden estos locos ¿beneméritos?, interrumpir nuestra caciqueada y maltrecha democracia?”. Pero para nosotros, en ese momento, lo que estaban intentando hacer los guardias civiles era boicotear nuestro carnaval.
Y acabó la noche, y casi terminamos los trajes. Faltaban aún algunas cabezas. Para cabezas de rana (de guardia civil) estábamos nosotros. Y pasó el día siguiente, y el siguiente. Y celebramos los carnavales, con más ilusión que nunca. Y, aunque dicen que todos los años se superan, pienso que de los carnavales de este año de 1981 no los olvidaremos en la vida. Porque todos pensamos, nos temimos que pudieron ser los últimos, que nos los mandaban otra vez a las catacumbas de la prohibición.
Joder, que susto.