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Aunque nos lo pinten bonito, comemos mierda

● A. Cordero ►Lunes, 12 de noviembre de 2018 a las 7:45 Comentarios desactivados


En casa siempre nos ha preocupado el tema de la alimentación y jamás compramos alimentos precocinados para evitar comer ingredientes extraños que de pensarlo nunca comeríamos, pero que el fabricante haya incluido en el producto y no sea “tan bueno” como dice la publicidad. En cuanto a los procesados, que algunos se han convertido en inevitables, siempre miramos las etiquetas de forma exhaustiva y rechazamos cualquier alimento que se salga de los cánones que tenemos marcados. Así han abandonado nuestra despensa muchos artículos que hasta hace poco parecían aceptables pero desde que la legislación ha puesto tan fácil descifrar lo que comemos, el rechazo hacia los productos con aditivos dudosos o –a nuestro juicio– innecesarios ha sido total. Sin paños calientes.

Entiendo que no siempre es fácil comer sano y natural, porque las prisas o la falta de previsión obligan a adaptarse a la tentadora oferta existente en los lineales de los supermercados, con esas comidas listas para comer, o en restaurantes de baja estofa que para ofrecer el menú por siete u ocho euros –en ocasiones hasta menos– sucumben a la rapidez y a la facilidad que les ofrece la marca más barata de salsas, aderezos y condimentos con los que disfrazan los humeantes platos que salen de la cocina y sirven para llenar la barriga que, dicho sea de paso, no es lo mismo que comer.

Quizás la guerra particular que tenemos en casa contra la innumerable lista de aditivos con los que la industria alimentaria trata de seducir a los paladares menos exigentes, sea un poco exagerada, pero echándole un vistazo rápido, tardamos muy poco en darnos cuenta de que comemos MIERDA, así, con letras grandes; y lo preocupante es que a las autoridades sanitarias, parece darles igual porque no prohíben un colorante que además de teñir los pantalones vaqueros o la gasolina de color azul, también se emplea en helados, golosinas, pasteles…, o el rojo, utilizado en innumerables productos que se comen a diario, se extrae aplastando un insecto llamado cochinilla pero que, bajo la denominación ‘rojo carmín’ o E-120 da un poco menos asco.

Así empezamos en casa a rechazar los alimentos procesados en las grandes multinacionales, los yogures, la bollería, los refrescos, las golosinas, muchas marcas de galletas, chocolates, el amarillo de la paella, las salsas industriales, las bechameles de los establecimientos hosteleros, las salsas ‘indefinidas’ y a decantarnos por fabricantes locales y pequeños artesanos siempre que el tiempo, la pericia en los fogones o la adquisición de la materia prima no nos impida hacer acopio de mermeladas, salsas y conservas con las que “demostrarle” a la industria alimentaria que está metiendo la pata y fabricando enfermedades en lata, en brik, en bolsa, en botella, en caja, en polvo…, para todos los gustos.

Y es que no hace falta esconder los colores, sabores y texturas naturales de los alimentos bajo unas salsas que solo aportan grasas y azúcares, o alargar de forma artificial la vida de un producto sano o medianamente sano a base de conservantes y aditivos muchos de ellos cancerígenos y que están muy presentes en nuestra dieta diaria, o en la alimentación infantil, que es más grave. Quienes me conocen saben que no me gustan los disfraces, que la carne y el pescado (aunque también tengan lo suyo), como mejor se degustan es a la plancha, con sal (que es otro veneno del que hablaré en otro momento) y aceite de oliva, ese lujo impagable que tenemos en España y que tanto envidian en muchos países, sin tener que recurrir a saborizantes, potenciadores del sabor o Umami, como dicen los japoneses.

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