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Cuento de Navidad: Nunca es tarde para volver

● Ibañeza.es ►Jueves, 22 de diciembre de 2011 a las 10:06 Comentarios desactivados


La cantinela de los niños de San Ildefonso suena, en un pequeño transistor que manipula una señora a mi lado en el autobús, con ese canto monocorde cargado de premios. Yo, con la mirada pérdida en las calles que pasan, como una película, en el cristal de la ventanilla, sin atender a los números de lotería que harán felices a tantas personas.

Bajo dos paradas antes, necesito aire, aunque sea el aire contaminado de la gran ciudad. Paseo por la acera llena de gente que entra y sale de los comercios. -Parece que soy yo solo el que está en crisis- pienso. No tengo prisa en llegar a casa. Nadie me espera. Llegué a esta ciudad a comerme el mundo huyendo de lo rural, buscando la modernidad, de eso hace ya diez años y hoy cuando paseo por ella, rodeado de gente y escaparates, ha venido a mi mente la imagen de aquella tapia de piedra de la casa del pueblo.

Han pasado muchas cosas en estos diez años. La muerte de mis padres. A ellos no les gustaba la gran ciudad. Murieron demasiado pronto, cuando estaban disfrutando de su merecida jubilación. Luego llegó el paro, comenzaron a cerrarse puertas. -¡Qué difícil es buscar trabajo cuando no se tiene! -Luego tú, que me pediste un tiempo y te has ido con las niñas va a hacer ya seis meses. Sigo caminando metido en mis reflexiones. Estoy llegando a casa. En el buzón una carta que ya esperaba. El paro se ha acabado, ya han pasado los dos años de la prestación. El próximo enero ya no recibiré ayuda alguna. La mente confunde sensaciones y recuerdos, No se puede tener tan mala suerte. Subo al piso y preparo una maleta. Meto algo de ropa, un par de libros y unas fotos. Salgo otra vez a la calle. Camino deprisa como si huyera de los problemas. Llego a la estación de autobuses. Saco un billete y espero a que anuncien un viaje que, hasta hace unas horas, no sabía que iba a realizar.

Navidad en un trozo de cartón. / Ilustración de Toño Odón.

Tres horas de viaje con la mente en blanco. En la tele del autobús están brindando con cava los agraciados con los premios de Navidad. Sonrío. –Estos ya han solucionado sus problemas-. Al llegar, en la estación de autobuses, como un bocadillo. No me había dando cuenta que llevaba todo el día sin comer. Mientras observo a los viajeros que vienen y van buscando su destino. Se confunden lenguas y razas, parece una pequeña torre de babel.

-Tomo un taxi. El taxista es persona de animada conversación. Dejo que hable en el trayecto de apenas veinte minutos. –Ya hemos llegado, amigo- me dice-. Le pago mientras me entrega mi maleta. Me doy cuenta que estoy enfrente de la vieja tapia de piedra que vino a mi memoria hoy por la mañana. No hay nadie en la calle. La han asfaltado recientemente. Me dirijo al viejo portalón, quito una piedra de la tapia y cojo la llave escondida donde siempre estuvo. Abro la puerta y entro en el patio al que dan todas las estancias. Está todo como antaño, los parientes entran de vez en cuando y quitan las malas hierbas. Entro a la cocina y doy la luz. Es una cocina grande donde hay una chimenea. De allí sale una puerta hacía las habitaciones de la planta baja y una escalera hacia las de arriba. Hay leña en la leñera. Prendo la chimenea y me siento en el escaño de negrillo. Juego con el hule de la mesa. Me siento bien. Esta cocina es mi infancia y mi juventud. Me he quedado dormido mirando el álbum de fotos de la alacena. Fotos antiguas que riegan la memoria.

-¿Hay alguien dentro?- Asomo a la puerta. Son mis primos que han visto el portón entreabierto. Nos abrazamos. Mi primo se casó y se quedó en el pueblo, siempre le tuvo miedo a lo desconocido. –Te traeré, leche, huevos, algunos chorizos y pan, hasta que llenes la nevera. Les pedí que prepararan la comida en mi casa que necesitaba habitarse después de un tiempo sin vida dentro de sus muros. Charlamos de la nueva situación. Solo y con el paro agotado. Había llegado al pueblo huyendo de los problemas.

-¿Y vosotros? Nosotros aquí estamos resistiendo. No hay tantos gastos, matamos el cerdo todo los años y entre las tierras y algunas chapucillas de albañilería que hace éste vamos tirando. Los niños necesitan cada vez más cosas. Ya son unos mocines. –A propósito, ¿qué piensas hacer con tus tierras? Quieren instalar una cooperativa agrícola. Una idea avanzada de esas de “el producto del campo directamente al supermercado”.- Si quieres yo te las compro.

-No. No las voy a vender. Quiero que me informes bien de eso de la cooperativa. – ¿Tú vas a entrar? Yo sí.

Los primos y sus dos hijos me arroparon en Noche Buena y Navidad. Las conversaciones giraron sobre la nueva cooperativa que había inyectado ilusión a los habitantes del pequeño pueblo. Cuando marcharon los primos busqué en el desván y estaba allí, en una caja de zapatos, el belén que todos los años colocaba mi padre en el poyete de la ventana, al lado de la chimenea. Era un Belén de barro, muy pobre y sencillo, pero tenía todo lo necesario: La Virgen, San José y el Niño, la mula y el buey y los Reyes Magos.

Todos los vecinos fueron pasando por la casa. Cebollas, ajos, pimientos, patatas… La casa recuperaba su ritmo de antaño pero, en la soledad de la noche, los recuerdos y los problemas volvían a aparecer. La llama de la chimenea iluminaba el viejo Belén. Fuera hace frio pero aquí dentro, en la cocina de la casa del pueblo, al lado de la chimenea, con los objetos de mis antepasados, hace calor y se está bien. Teniendo las tierras para aportarlas a la cooperativa, no tendría que aportar más capital inicial. –Yo siempre renegué del campo, del pueblo, de lo rural, pero ahora todo esto viene a mí para ayudarme cuando había llegado al final de mi callejón sin salida ciudadano.

El ruido del motor de un coche se detiene. No espero a nadie a estas horas. Se abre la puerta de la cocina y las dos niñas corren a abrazarme. Llevo meses sin verlas. En la puerta está ella. –Pasa, no te quedes ahí y cierra que se escapa el calor. –Nos asustamos al no encontrarte en el piso y no ver la maleta- me dice. Nos abrazamos todos alrededor del viejo Belén. La cocina de la casa del pueblo ha recuperado el calor de antaño. El mundo podría detenerse un instante porque todo lo que necesitamos está en aquella vieja casa de piedra de aquél pueblo de provincias al que ha llegado la ilusión en forma de Cooperativa agrícola.

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