Dicen del feminismo que es un movimiento que persigue la igualdad de derechos entre los hombres y las mujeres. En realidad, el feminismo del siglo XXI es una deformación del término que se ha nutrido de realidades devastadoras, como los malos tratos, para sacar punta a una situación dantesca que no persigue la justicia, sino la revancha.
Y fruto de ese desquite, una campaña de desprestigio constante se cierne sobre aquellos que creen que lo de la discriminación positiva es un cuento que apesta. Nos reímos nerviosos de las tropelías de los políticos -«¿dijo miembra?»- sin saber que de ese miedo al descrédito somos víctimas todos. Ya no hay en los discursos trabajadores sin trabajadoras, profesores sin profesoras y tampoco jueces sin juezas. Es curioso cuando las palabras trabajadores, profesores y jueces podrían perfectamente englobar a los dos géneros ¿no les parece?
El miedo se refleja también en sus actitudes, en las de ellos, que no saben ya si abrirnos la puerta y dejarnos pasar por si les fulminamos con la mirada de la «feminista». Señoras, en nuestro país hay un 35% de mujeres que perciben un salario inferior al de un hombre, entre otras cosas porque apenas hemos escalado a los puestos directivos. Ahí es donde tienen que prestar batalla, no en el lenguaje, ni en los modales. Si les abren una puerta y las dejan pasar primero disfrútenlo y enamórense, por lo menos sabrán que el tipo que las acompaña es educado, además de valiente. Cuando los jefes y los alcaldes nos engloben entre los trabajadores y los ciudadanos, estará ganada la igualdad. Hasta que eso llegue, y vamos en dirección opuesta, la paridad entre los hombres y las mujeres será una parodia, un tira y afloja de paciencia entre la sociedad y unas cuantas histéricas.
