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El cocho nuestro que estará en los cielos

● Polo Fuertes ►Lunes, 14 de noviembre de 2011 a las 8:17 Comentarios desactivados


A partir de la festividad de San Martín de Tours, once de noviembre, la plaza del ganado de La Bañeza se llenaba de pequeñas piaras de cerdos, de cochos, marramos o como los queráis llamar. Por aquel entonces, década de los cuarenta del pasado siglo, la ciudad ya había comenzado a hacer oposiciones de urbanitas, mientras la agricultura y la ganadería dejaban de ser uno de los pilares de la economía familiar. Los chavales jugábamos por el mercado ganadero, a la vera del cuartel de la Guardia Civil, entre improvisados apriscos de cochos, ovejas y chivos, como oliendo las próximas navidades, con parada y fonda en la matanza del cocho.

Y es que las matanzas no dejaban de ser otra buena fiesta, en las que su específica gastronomía priorizaba y ponía a poner a prueba nuestros estómagos de escaseces de posguerra, camino de la abundancia y los buenos sabores.

Tras la compra de cerdo (en muchas casas aún se seguía criando uno o dos cochos) en la plaza del ganado un sábado cualquiera después de San Martín, el ritual era la mejor pieza de una sinfonía familiar en casa de la abuela Anselma, que duraba tres días. El domingo se procedía a la matanza del cocho en sí. Desde primeras horas de la mañana, los hombres de la casa daban las oportunas órdenes para que matachín y ayudantes, a manera de acólitos del sacrificio, se pusieran a tono con la degustación de unos bollos caseros, empapados con orujo o anís y coger fuerzas para la faena.

Y comenzaba la fiesta con los últimos berreos del animal, que había subido al banco, como reo al patíbulo de su existencia. Las mujeres desmenuzaban entonces su faena con el batido de la sangre para que no cuajara, camino de lo que después sería la materia prima de las morcillas, saladas y dulces. A la vez que los hombres procedían al chamuscado del cocho, con las pajas de dos cuelmos que habían sido engavillados en las siegas del verano. Chamusqueo y lavado que terminaba con el arranque de las pezuñas las que, juntamente con los andares, eran las únicas que no se comía del cerdo.

Después, el cocho volvía a la mesa de operaciones, donde se le practicaba una especie de autopsia, para limpiarle los interiores de mantecas, vísceras e intestinos, que se depositaban en barreños distintos. Las dos primeras para ser tratadas en la cocina y los últimos, comenzar el camino del río, donde eran ‘descargados’, lavados y desinfectados por las mujeres de la familia. Finalmente, el cocho quedaba colgado bocabajo hasta el día siguiente, pingando sangres y misereres, enfriando carnes y tocinos y en el que ya el veterinario daba su visto bueno a las carnes analizadas.

La comida de aquel día ya tenía caracteres de banquete, dado que las patatas con sangre y restos de vísceras, comenzaban a ser el garante de lo que avecinaba para los dos días posteriores. Por la noche, con unas sopas de cucharada y paso atrás y unas farraspinas de bacalao guisado, con chicharrones de postre, eran la mejor entrada a que los panderos comenzaran a marcar el ritmo de jotas y la voz sandunguera de mí tía Sisa ponía las letras, como mejor orquestina de la fiesta.

Fiesta entrañable y familiar que seguía al día siguiente con el descuartizado del cocho en carnes y tocinos, jamones y salado de huesos y costillares, picado de chichas para chorizos, salchichones y sabadiegos y prueba de las primeras carnes, después de haber comido una buena paella con los menudos de dos o tres gallos de huerto y corral. Y vuelta al pandero y la jota, en la que por primera vez oí una letra bañezana que siempre tengo presente cuando me ha tocado después ser voz cantante y pandereta: “A la entrada La Bañeza / hay una inmensa laguna, / donde se lavan las guapas / porque feas no hay ninguna…”.

Y llegaba el tercer día de embutido y cuelgue de chorizos, salchichones, sabadiegos, algún jamón que otro, hojas de tocino, morcillas, huesos, caretas y costillares. Mientras los fogones alentaban el caldo de las sopas de ajo y en enormes sartenes se confitaban las chichas apartadas de las artesas choriceras. Todo ello, para una posterior cucharada y paso atrás de grandes y pequeños, con buenos zoques de pan como platos de aguante.

Finalmente, vuelta a los panderos y panderetas y a las letras joteras: “Resalada dímelo, / dímelo resaladina, dónde tienes el amor. / Se fue a Cuba y no volvió…”. Fiestas de matanza, bollos, orujos y anises que los fríos exteriores vaticinaban ya unas casi siempre nevadas navidades de aquellos años de posguerra: “A tu madre le voy a decir / que no sabes leer / ni tampoco escribir. / Ni sumar ni restar por enteros, / ni multiplicar, carita de cielo”. Yuuujujú.

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