Hace ya unos años que detesto la Navidad. No es culpa de ella. Ella aparece como siempre, cargada con su magia fría y su ilusión luminosa. No. No es culpa de ella. La culpa es nuestra, que no sabemos usarla.
Dejamos que se escape como el resto del año, sin inmutarnos; impertérritos. Eso sí, travestimos la careta que llevamos colgada todo el año para que luzca mejor. Más dorada. El resultado es dantesco. Como se supone que es época de caridad, aparentamos caridad. Como se supone que es tiempo de esperanza, simulamos esperanza. Como se supone que es tiempo de reflexión… bueno, esa no somos capaces de fingirla siquiera.
Nos dicen que es un tiempo para hacer un paréntesis, para estar con los nuestros. Un tiempo para apagar la televisión y darse a la cháchara. Que sí, que no hay otro sentido en la Navidad que recordar que somos humanos!
Pero parece que no lo entendemos. Parece que lo que entendemos por estar con los nuestros es forzar comidas familiares en las que la mitad de los comensales no soporta a la otra mitad. Parece que lo que entendemos por conversar no es más que un monólogo de nosotros mismos sobre los demás. Y parece que lo que entendemos por querer lo mide lo que desciende la cuenta corriente en regalos del Corte Inglés. Y así, no me extraña, yo también prefiero darle al mando y dejarme llevar sin dolores de cabeza. Y sé lo que pensarán en ese momento, sentados en el sofá frente a la Igartiburu: ya bastante cabrón ha sido el año como para aguantar a parientes lejanos (y hablo así de los que se dejan ver una vez al año), predicando sermones narcisistas durante horas.
Aun están a tiempo, el 24, antes de bajar a cenar, hagan aquello que recomendaba Emilio Duró: den unos saltitos, cierren el puño y hombros atrás. Luego tómense un ibuprofeno, lávense los oídos y prueben a hacer algo que se estilaba en esta época y que hace tiempo hemos dado de lado: prueben a empatizar, a sonreír y a abrazar. Porque este año, más que nunca, todos necesitamos un poco de navidad.
