Para los mayores muchas veces los jóvenes son unos descerebrados que no saben “detrás de lo que andan”, que no se preocupan de nada y que solo piensan en salir de fiesta y beber. No se paran a pensar que ellos en su día también fueron jóvenes y las leyes eran algo más permisivas, sobre todo en la época en la que muchos padres de hijos -hoy adolescentes- ya tenían la edad suficiente para hacer oídos sordos a las recomendaciones de su casa y decidir por sí mismos.
Todos hemos pasado por ello, aunque ahora ejerzamos el noble papel de padres de familia y creamos que en este momento el mundo es distinto. Por eso quiero hacer esta columna en pleno apogeo de las fiestas, y antes de que la oposición efectúe su propio balance sobre las peñas y las actividades de éstas, en ocasiones enemigos nº 1 de todo aquél que no tiene hijos en alguna de ellas. Por si a los que ya tenemos una edad, se nos olvida echarle una ojeada al espejo del pasado y rememorar la imagen que nos devuelve.
Algo así pensarán muchos de cuarentaytantos, cincuentaytantos o sesentaytantos, cuando tiran de la nostalgia y recuerdan la marcha que había hace 30 años en La Bañeza. Aquellas multitudinarias salas de fiestas, chiringuitos, pistas de baile al aire libre y demás locales en los que uno se podía divertir sin ser objeto de lenguas viperinas o de puristas desmemoriados, como sucede ahora. Pero a mí me gusta luchar, en los dos casos de la comparativa, con las mismas armas y pienso que ahora los jóvenes no lo tienen tan fácil como en épocas pasadas, cuando había dinero y el ayuntamiento o empresas particulares financiaban actividades y conciertos.
En estos tiempos lo de tomarse unas copas en un pub no siempre se lo pueden permitir, o simplemente prefieren desengañar al paladar y evitan tomarse sabe Dios qué con etiqueta. Es por eso que, muchas veces y sin ningún rubor, los tildamos de “delincuentes” porque cuando se reúnen con su peña molestan a quienes quieren dormir y cuando hacen botellón tienen que esconderse, al menos, de las fuerzas del orden. Y no nos paramos a pensar en lo que llenan ellos solitos el programa de fiestas, organizando eventos que, en determinados casos, les cuestan dinero.
Dejemos a los chavales divertirse siempre que ellos se comporten como es debido y dejémonos de generalizar, que nos parece que lo sabemos todo; nos consideramos algo así como unos Honoris Causa de cualquier tema y nos atrevemos a hacer hipótesis sin más fundamento que el “te lo digo yo, que para eso soy tu padre”. Todos hemos sido jóvenes, que no se nos olvide y no tratemos de pasar por santos cuando no lo hemos sido tanto. No pretendamos que las fiestas sean silenciosas, porque nunca lo fueron y no se nos olvide echar la vista atrás, a los chiringuitos ochenteros y ponernos en el papel que, pasados los años, intentamos disfrazar.