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La mala hostia

● Ibañeza.es ►Jueves, 27 de enero de 2011 a las 9:41 Comentarios desactivados


Te la puedes cruzar por todas partes. Y ojo, porque muta y es altamente contagiosa. Es capaz de tomar la apariencia de una ancianita de cuento o esconderse tras los mofletes rosados de un crío insoportable. No se fíen. Hay lugares proclives a la mala hostia. El supermercado, el banco, la notaría, correos y, en general, casi cualquier edificio en donde recaigamos habitualmente (más por obligación que por placer) para darnos de bruces con negligentes inútiles con una sonrisa tan fingida como inaguantable. Ya advertí que contagia.

Una madre compara productos en la sección de congelados. Su hijo, de unos 4 años, le larga patadas en intervalos de 2 minutos. Está harto. La mujer, como única respuesta, suspira. Por un momento, el pie del chaval acierta en la espinilla. La madre frunce el ceño: «Coge lo que quieras». El aprendiz de monstruo esboza una sonrisa y desaparece a la carrera. Ella se encoge de hombros. Está harta. Mientras se desarrolla la escena, una anciana se salta la cola de la caja y se sitúa en las primeras posiciones. Un murmullo de reproche se alza entre el gentío. Desde el último puesto, un hombre vocifera: «Señora, que esto es una cola y todos tenemos prisa. Joder para la vieja!». Él también está harto. Delante de mí un chico escucha música a todo trapo. Cuando llega su turno, se quita los cascos. Los deja escurrir hasta su cuello y su expresión cambia. Bip. Bip. Bip. Silencio. Silencio. Tecleo. Pausa. Tecleo. Pausa. «Josefina, acuda a caja». Tecleo. Pausa. Un último intento. Nada. Silencio. «Josefina, acuda a caja». Se miran. Ella masca chicle con una mano en la cintura. Él se toca los granos y se balancea de atrás hacia delante.

Josefina, aparece por fin. Es gruesa y malencarada. Lleva los ojos demasiado pintados y se mueve describiendo pequeños círculos sobre su propio cuerpo. También masca chicle. Observa la escena. Teclea, nada, teclea, nada. «El producto está descatalogado». Nadie se mueve. La encargada se aleja con el producto en la mano. El chico la sigue con la mirada. Silencio. «Así son 13,45». Él vuelve a colocarse los cascos y se va sin llevarse nada. Harto. La cajera suspira. Harta. Me mira y me enseña los dientes ¿una sonrisa? No. Seguro que no es eso. «Buenas tardes».

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