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Los judíos para matar a Dios

● Polo Fuertes ►Lunes, 25 de marzo de 2013 a las 23:02 Comentarios desactivados


Siempre lo he reconocido: de la Semana Santa sólo me gusta el Domingo de Ramos y el Domingo de Pascua. El resto lo considero como un paréntesis necesario con el que muchísima gente disfruta, vive y se emociona. Pero no es para mí. En mi familia había una norma que cada vez que nacíamos alguno de los hijos nos apuntaban a la cofradía de las Angustias, como primer paso a lo que debía ser en adelante un buen cofrade, dado que los dos primeros hermanos nacimos en el antiguo barrio de Triana (hoy calle Lope de Vega) y el tercero, por afinidad. A mi hermano Jose, el siruendo a posteriori, creo que ya fue directamente a la de Jesús Nazareno.

Con el tiempo, cada cual hizo de su capa un sayo y unos nos borramos de cualquier atadura con la cofradía y otros, creo que Tino, se apuntó a la del Nazareno. Sin embargo, particularmente, yo no estaba por la labor, no me había llamado Dios por ese camino. Y he quedado como un cofrade de acera que veo pasar las imágenes y me duele aquel descalabro que hubo de sufrir Cristo, hasta que el Domingo de Pascua resucita y vuelve a ponerse en orden la liturgia.

Fui estudiante de filosofía eclesiástica y las primeras nociones de teología. No hace falta que nadie me dé explicaciones sobre la necesidad de los misterios dolorosos de nuestro cristianismo. Pero puedo permitirme el lujo de quedarme sólo con el Domingo de Ramos y el Domingo de Pascua de mi Semana Santa particular.

Ya desde niño sentía en mis propias carnes los azotes, la coronación de espinas, el Nazareno con la cruz a cuestas, la cruz y el crucificado o cualquiera de las advocaciones dolorosas de la Virgen María. Era superior a mis fuerzas. Y casi todos los años, después de casi setenta, aún me acuerdo de la anécdota protagonizada por mi hermano Tino. Un niño un tanto caprichoso que durante una de las procesiones le dijo a mi madre a ver quién era aquella Señora con los cuchillos clavados en el corazón. Y cuando mi madre le dijo que era la Virgen María le contestó que no quería aquella virgen clavada. “Ni Vigen ni Vijan”. Dijo el jodido niño.

Poco después pasó el paso de Jesús atado a la columna y los sayones dándole estopa con los azotes. “Mamá quienes son esos señores”. Y mi madre, santa mamá, le explicó que eran los judíos para matar a Dios. Y se armó la marimorena. A voces le dijo a nuestra progenitora que quería los judíos para matar a Dios, que quería los judíos para matar a Dios. Cosas de niños (qué ricos). Pero después de casi setenta años, aún recuerdo aquella anécdota como una muestra más de la barbarie que se celebra en Semana Santa.

Hoy, me sigue gustando más el flectamus genua, levate (doblemos la rodilla, levantaros) y el lumem Cristi (luz de Cristo) de la Vigilia Pascual que los gritos del populacho crucifice, crucifice, (crucifícale, crucifícale) que cada evangelista inserta en el evangelio de su pasión particular, entre el Domingo de de Ramos y el Viernes Santo. Algo que hube de cantar varias veces durante las celebraciones semananteras salmantinas, cuando los seminaristas nos repartíamos esta liturgia entre el enjambre de conventos y cenobios que pueblan la capital charra, cuando estudiaba para cura.

Pocas veces me perdí la procesión de la Virgen el Domingo de Pascua, cuando en la Plaza Mayor le quitaban el velo negro de luto y quedaba sólo en mantón blanco de alegría. O ahora, con otra puesta en escena, las tres cofradías llenan de atrezzo el jardín de ‘las siete viudas’, para el final feliz de la Semana Santa. Amén.

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