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Los mártires de Santocildes (II)

● Ibañeza.es ►Lunes, 29 de julio de 2019 a las 7:39 Comentarios desactivados


Sobre las penosas condiciones de la reclusión de estos presos de la revuelta de 1934 también aporta datos Gordón Ordás en su denuncia de enero de 1935 ante el presidente de la República; lo hace para la prisión-cuartel astorgana, en la que el 20 de octubre del 34 continuaban ingresando detenidos procedentes de Asturias y de las cuencas mineras de León, y donde “llegó a haber hasta 800 encarcelados” (al finalizar noviembre alcanzaban la cifra de 1.050, y se esperaba un contingente de 300 detenidos más), en la cual

hay dos clases de presos: los enceldados y los alojados en la llamada aglomeración. Los primeros están encerrados en pequeñas habitaciones; la proporción es de treinta hombres por cada veinte metros cuadrados. No se pueden mover, y para dormir tienen que turnar o acostarse los unos con la cabeza sobre las piernas de los otros. Salen de la celda para la aglomeración, pero no al exterior, dos veces al día; por la mañana, dos horas; por la tarde, una. Mientras están encerrados hacen sus necesidades en botes de conservas, que han de tener entre ellos hasta que se les abre la celda, a las siete de la mañana y a las seis de la tarde.

La aglomeración es el dormitorio de una compañía de tropa. Consta de tres naves, una central y dos laterales en ángulo recto con aquélla. A la nave central van a dar las puertas de las celdas. En la aglomeración están los presos privilegiados, porque siquiera pueden andar un poco y hacer sus necesidades en algo más a propósito que un bote de conservas. Al fondo de las naves laterales hay un lavadero en una y un retrete en otra. En la aglomeración se alojan unos trescientos presos que la llenan por completo. Por eso, cuando se suelta a los enceldados, en ninguna de las tres naves de la aglomeración se puede dar un paso. Entre enceldados y aglomerados son unos cuatrocientos.

El lavadero de la aglomeración está perpetuamente anegado de un agua sucia en la que flotan residuos de comida. El retrete tiene cuatro agujeros para cuatrocientos hombres. Como muchos de ellos padecen disentería, durante horas se forman largas colas de pacientes. El orín y las heces fecales se filtran por la pared y forman un reguero permanente, que se extiende por gran parte del suelo. Del recinto de las tres naves nadie puede salir. El sol no penetra allí jamás. La mayor parte de las ventanas están clavadas y las restantes han de mantenerse cerradas para evitar las posibles y dolorosas contingencias de que muera quien se asome por el tiro de algún centinela (como le sucedió al minero Vicente Blanco González, de Villaseca de Laciana, de 38 años y padre de tres hijos. Según El Diario de León del 7 de noviembre, cuando intentaba fugarse del cuartel fue requerido por el centinela, y como no hiciera caso disparó contra él, muriendo a los pocos minutos. Estaba en la celda 14, a un metro de la ventana, cuando recibió sin ningún aviso previo un tiro de fusil, dirá por contra El Combate el 29 de febrero de 1936).

No se puede allí leer ni escribir. Todos los días vagan los presos igual que sombras por aquellas naves lóbregas como cuevas, en medio de una fetidez horripilante. Por la noche se duerme en el suelo, amontonados a lo largo de las paredes, sobre un centímetro de paja sucia, que no se renueva nunca. Abundan los parásitos de todas clases. El agua es insuficiente; a veces falta hasta para beber. La consecuencia es que nadie puede lavarse más que dos días por semana. La alimentación consiste en un cazo de agua caliente, o mejor tibia, con dudas y sospechas de café, leche y azúcar, a las ocho de la mañana; a una hora que varía entre doce y tres de la tarde, y a otra hora que oscila entre siete y diez de la noche, dan otro cazo de arroz, garbanzos, alubias o patatas, un guiso indeglutible a veces. Dan, además, medio kilo de pan por barba y día. La gente se encuentra famélica y enferma del intestino. Están bajo la vigilancia de varios funcionarios de prisiones, que al principio trataban con humanidad a los presos. Se les veía sonrojados y angustiados, pero nada o casi nada podían hacer por ellos.

Para estudiar esta vergonzosa situación y ver el modo de ponerle remedio se han realizado diversas visitas oficiales, una de ellas incluso por el Director General de Prisiones. Nada se ha hecho aún. Hace unos quince días estuve yo allí y supe que se esperaba la llegada de algunos centenares más de presos procedentes de la cárcel de Burgos. Ya han llegado, sin que antes se paliara ninguna de las deficiencias existentes, y como es lógico la situación ha empeorado.

Donde antes había cuatrocientos hombres hay ahora próximamente el doble en las mismas condiciones. La paja no se ha renovado desde hace tres meses y está mezclada con restos de comidas, esputos, heces fecales y orines arrastrados por los pies de los hombres, fermentada y pútrida. Muchos presos no tienen paja en que acostarse, ni siquiera esa paja estercolaria, y carecen también de manta para abrigarse. El rancho ha empeorado y es ahora malo y escasísimo. A los heridos y enfermos no se les presta asistencia médica más allá de ser atendidos parvamente y a medias cada cuatro o cinco días con un  poco de yodo para unos y una purga para los otros. La enfermería es una celda igual a las demás, con la misma paja y la misma hacinación y la misma miseria y suciedad. La alimentación de los enfermos es también igual a la de los sanos. No existe botiquín ni material alguno sanitario. Hasta los funcionarios de prisiones, que comenzaron por tratar benignamente a los presos, han cambiado. La aglomeración hubo de crear fatalmente problemas de organización, que no se han sabido resolver. Con los problemas no resueltos y el consiguiente exceso de trabajo, el carácter de dichos funcionarios se ha agriado. Han renunciado todos a establecer una organización seria y se ha encomendado la solución de las cuestiones al vergajo. Los funcionarios de aquella prisión andan ya vergajo en mano, como si este soez y vergonzoso instrumento fuera el signo de su autoridad y todos los días hay repugnantes escenas de golpes a los presos, propinados a diestro y siniestro, como si se tratara de animales en país sin Sociedad Protectora de ellos. Y así pasan los días, y las semanas, y los meses…

Porque a todos los presos sin excepción debe el Estado democrático un trato noble; porque el delito de estos detenidos, si existe, es un delito revolucionario, el mismo delito que estuvimos dispuestos a cometer, Excmo. Sr., todos nosotros, desde S. E. hasta el más modesto de los republicanos, contra un régimen que nos parecía abominable (¡Y qué pena da ver lo pronto que los hoy blancos olvidan la época en que fueron rojos!), y porque República es justicia o no es más que una palabra sin sentido, la dignidad de la República exige que se ponga inmediato fin a estas infamias.

Que también fueron denunciadas, y también el terror que allí se daba, por los recluidos en aquella prisión-cuartel en carta a la Agrupación de Abogados Defensores de los encartados en los sucesos de octubre (ASO, a la que pertenecía el letrado leonés Timoteo Morán, y cuya delegación en la capital estaba integrada además por Ramiro Armesto, Eustasio García Guerra, José Fuertes, David Fernández Guzmán, Alfredo Barthe, y Fidel Blanco).

Funcionaban en la plaza de Astorga a la mitad de enero de 1935 diferentes juzgados militares, y en la mañana del día 19 volvía a repetirse que “cuando se asomaba a una de las ventanas del Cuartel de Santocildes el preso Juan Álvarez Vázquez, natural de Oviedo, de 44 años, fue requerido por los centinelas para que se retirara, y como no  lo hizo, uno de ellos le disparó hiriéndolo en la cabeza; conducido a un sanatorio, continua en gravísimo estado”. Las condiciones de la reclusión en aquel cuartel-presidio harían que, por desesperación o por demencia, un preso se mate el 5 de marzo arrojándose al patio desde una galería, y aún se repetirá el 30 de mayo que un centinela dispare contra el recluso Francisco García González, de 18 años, vecino del Valle de las Casas, “el cual se asomó por una ventana, estando prohibido, y recibió un balazo en la cabeza, siendo su estado grave”, un alevoso fusilamiento el de aquel cuarto preso cazado sobre el que cómodamente disparan para entretener su tedio los aburridos centinelas que se ganan un mes de permiso cuando abaten a la pieza, una víctima a distancia por cuyo asesinato los demás recluidos en aquel cazadero humano (“con las paredes de las naves materialmente acribilladas a balazos”) declaraban unánimemente la huelga de hambre, según publicará el 29 de febrero de 1936 El Combate que había dado a conocer el también preso Antonio Rodríguez Calleja (médico municipal de Villablino desde 1923) entonces a sus compañeros socialistas astorganos.

Del libro LOS PROLEGÓMENOS DE LA TRAGEDIA (Historia menuda y minuciosa de las gentes de las Tierras Bañezanas -Valduerna, Valdería, Vegas del Tuerto y el Jamuz, La Cabrera, el Páramo y la Ribera del Órbigo- y de otras localidades provinciales -León y Astorga-, de 1808 a 1936), publicado en 2013 en Ediciones del Lobo Sapiens) por José Cabañas González. (Más información en www.jiminiegos36.com)

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