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Muertos que no pueden tener siquiera un entierro digno

● A. Cordero ►Domingo, 12 de abril de 2020 a las 9:03 Comentarios desactivados


Tristeza. Rabia. Desolación. Indignación. Dolor. Son las únicas palabras que se me ocurren para ponerme en el lugar de esas 16.400 familias que han perdido a algún ser querido por esta pandemia de la que nadie se siente responsable. De poco o nada sirve a estas alturas, cuando el daño ya está hecho, buscar culpables, aunque los hay. Aunque escondan su ineficacia mientras se parapetan tras los micrófonos ante la opinión pública cada vez más asustada, todos sabemos hasta donde llegan y desde cuándo pudieron haber puesto un freno que nadie accionó dejando a la ciudadanía a merced de un virus que amenazaba China, pero que a España “no iba a llegar” y en caso de que lo hiciera, sus efectos eran “similares a una gripe”.

Como no había motivo para la alarma, nos fuimos todos de fiesta, celebramos todo tipo de eventos, festivales, manifestaciones y carnavales mientras mirábamos con incredulidad las imágenes de los féretros que se amontonaban en Italia. Aquello no iba con nosotros. Nuestras fronteras seguían abiertas y el tráfico aéreo seguía su curso normal. Aquí en España “se muere cada año más gente por gripe común”. “Eso no es preocupante”, decía el presidente del Gobierno, el ministro, los expertos en epidemiología, mientras se colaba en las redes sociales el testimonio de un médico español residente en Italia poniéndonos en antecedentes de lo que podía pasar. Pero en España seguíamos haciendo nuestra vida normal.

Había que salir a la calle a celebrar el Día de la Mujer o el carnaval. Ahora, después de ‘verle las orejas al lobo’, ya paralizamos el país y mandamos al paro a media España intentando frenar una bola de nieve que ha crecido tanto que ya es imposible de atajar. Decretamos el Estado de Alarma cuando ya el daño estaba hecho y seguíamos siendo el hazmerreir de Europa en las negociaciones para la compra del material sanitario mientras que los casos crecían a un ritmo espeluznante y nuestros sanitarios tenían que enfrentarse a cara descubierta ante un enemigo del que no sabíamos con cuantos de los nuestros se iba a cebar.

Pero no sabíamos, o no queríamos saber que ese virus llegado de China se iba a llevar a tantas personas y que entre ellas estaría nuestro vecino, nuestro familiar, el padre de nuestra amiga, el marido de otra, el de la tienda de enfrente, el del bar, el del taller, el que nos saludaba cada mañana cuando salía a dar el paseo para mantener a raya el colesterol. Algunas personas han perdido a sus padres, si, a los dos, a causa de esta pandemia que todavía muchos se toman a chiste porque no pueden dejar de pasear sus perros ni de salir sin motivo justificado de sus casas.

Más de 16.400 muertos a día de hoy, 12 de abril, según las cifras oficiales que a muchos nos cuesta creer. Personas que ayudaron a levantar este país y hoy mueren hacinados en los hospitales sin poder despedirse de los suyos, sin un entierro digno y sin el último adiós que, seguramente habrían esperado tener algún día, en otro momento y en otras circunstancias, sin conformarse con el único adorno de un post-it pegado encima de un ataúd cualquiera de los que se encuentran apilados en una morgue improvisada a la espera de que lo lleven en un camión rumbo al panteón familiar, en el mejor de los casos.

Y esperando un nuevo día, con unas nuevas cifras, con unos nuevos decretos y con la esperanza de no tener que mandar por WattsApp un pésame más, porque los “sólo 510 muertos” de ayer, lejos de infundir esperanza por el descenso de los casos, da miedo al sumar otros 500 más cada día a una lista que resulta demasiado desgarradora.

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