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Nochebuena bajo el puente de la desesperanza

● Polo Fuertes ►Martes, 21 de diciembre de 2010 a las 11:45 Comentarios desactivados


Cuento de Navidad

El recuerdo tiene ahora 50 años de distancia. Nevaba en aquel Madrid de mi milicia ‘voluntaria’. Una especie de arresto estúpido me había dejado sin el permiso de la Navidad. El segundo turno del retén me había llevado a la puerta falsa de Capitanía General, bajo el puente de la desesperanza. Ese puente que salvaba (y sigue salvando) la calle Bailén sobre la de Segovia. El puente de los suicidios de desesperados y de desesperanzados.

Nevaba en aquel Madrid de 1960. Nochebuena. Un pesado capote me hacía casi de tienda de campaña, donde guardaba el mosquetón y los brazos, mientras su color caqui se cubría de blancos copos. En un bolsillo tenía dos paquetes de pipas de girasol y en el otro, las mondas que no podía escupir al suelo, por aquello del posible ‘paquete’ que me podía caer, si las descubría el sargento de guardia.

Los de oficinas no hacíamos guardias en aquel entonces, en la Capitanía General número Uno de Madrid. Solamente retenes (las guardias correspondían a una escuadra de gastadores que debían medir más de 1,80 metros). O sea un refuerzo nocturno que podía tocarte uno o dos turnos, según la suerte que tuvieras en el preceptivo sorteo. Por eso, a las dos horas que pasabas en solitario tenías que darle contenidos de malos (o buenos) pensamientos, de añoranzas embotelladas o comisqueando pipas de girasol, asadas y saladas.

Mientras, los recuerdos de nochebuenas pasadas se agolpaban en mi todavía corta historia de 20 años. Desde mi niñez en La Bañeza a mis años de estudiante en Salamanca, cuando las vacaciones navideñas las compartíamos en tierras charras, cantando latines y villancicos píos en los innumerables conventos de monjas que cubrían el caserío salmantino de aquellos años.

A medio retén, el sargento de guardia, con un soldado, fue repartiendo trozos de turrón duro entre los puestos de guardia, juntamente con un vaso de coñac que hacía calentar las entretelas que guardaba el capote de grandes dimensiones. Después, seguí rumiando pipas de girasol y pensamientos locos, para matar, para seguir matando el tiempo.

En un momento dado, dos pilinguis subieron las largas y retorcidas escaleras de Capitanía, entre la calle de Segovia y la de Bailén, saludando al pobre soldado de la puerta falsa, a la vez que ponían un beso cargado de licores y alcohol en cada una de mis mejillas. “Feliz Nochebuena, chaval, no queremos comprometerte”.

Poco después, desde la barandilla del puente de la desesperanza, volvieron a saludarme, mientras a mi se me encogía el corazón con pensamientos siniestros de su posibilidad suicida. Y no pasó nada. A no ser la escuadra de relevos que bajaba por la otra esquina del magno edificio, repisando la chirriante nieve que se iba helando en el ecuador de la madrugada de Navidad.

Al llegar al cuerpo de guardia, me esperaba más turrón y más coñac. Pero sin villancicos. Al ocupante del alto puesto militar (soltero y sin compromiso entonces) no le gustaban “las mariconadas navideñas”, había dicho el oficial de guardia. No tenía sueño ni ganas conversar con los compañeros. Solo añoranzas de mis pasadas nochebuenas.

Por eso, saqué de la guerrera un pequeño cuaderno con muelle de alambre, fiel compañero de soledades y comencé a escribir un pequeño artículo, que después mandaría a El Adelanto Bañezano. Han pasado muchos años. Creo que el título era algo así como ‘Una bota de guerra para una cuna’.

Y salieron a relucir aquellos recuerdos de las cenas de nochebuenas de lombarda y besugo (o chicharro) al horno, rematadas con un pollo asado que se había criado en la huerta de aquella casa de la calle Astorga de La Bañeza. La camilla con brasero central la llenábamos los tres hermanos (entonces) con mi padre y mi madre. Eran noches de familia y villancicos que, tras comer la compota y el turrón, casi a tragalaperra, salíamos para la iglesia a oír la ‘misa del gallo’, para seguir cantando villancicos y después besar la pierna de Niño Jesús.

Eran añoranzas de lágrimas flojas que intercalaba con sensaciones vividas aquella extraña Nochebuena madrileña de mi servicio militar, en la que en un momento dado, decía que había tenido que quitarme una de mis enormes botas de soldado para poder acostar al Niño Dios, al no encontrar un pesebre un poco decente entre la imaginación de aquel soldado, desesperanzado por una vez. Una cuna caliente, con efluvios extraños de sudores rancios, que iban limando los alientos de la mula y la vaca y los arrullos de María Madre y San José.

Hasta que llegó el grito angustioso del centinela que me había sustituido en la puerta falsa: “A mí la guardia, a mí la guardia”. Los que estábamos despiertos en el cuerpo de guardia, cogimos los mosquetones del armero, a la vez que nos metíamos en los capotes. Cuando llegamos escaleras abajo, el centinela estaba desmallado, mientras en mitad de la calle de Segovia, bajo el puente de la desesperanza, se arremolinaba la gente alrededor de un bulto que se había tirado desde lo alto de la calle Bailén.

Los compañeros ayudaron al centinela y su susto, mientras que el sargento me ordenaba su sustitución momentánea, intentando no mirar para la calzada y el drama que se representaba. Volvía a nevar en la madrugada navideña. Ya no tenía pipas de girasol que mondar y llevarme a la boca. El sargento y dos soldados volvieron a la vera del suicida desesperanzado, a la espera de la llegada de los servicios judiciales y mortuorios. Otro soldado compañero me dijo que era una mujer, “y con toda seguridad, de las de mala vida”.

Me vino el recuerdo de las dos pilinguis que habían pasado por mi lado, horas atrás y se me escapó una oración por si podía hacer algo por la suicida. En un momento dado, se me acercó el oficial de guardia trampaleando, me entregó el cuaderno que había dejado sobre una mesa, a la vez que me decía: “Es muy bueno esto que escribes, Carracedo (en la mili se me conocía por mi apellido materno), muy bueno y más, una madrugada como esta”. Lástima que estuviera borracho.

A las ocho de la mañana los altos soldados de la guardia de Capitanía General nos relevaron a los retenes. Era la mañana de Navidad de aquel 1960. Seguía nevando el Madrid. Todavía no había oído un solo villancico. Por eso, entre susurros, entoné para mis adentros un ‘adeste fideles, / laeti triumphantes …’.

Felicidad para todos y próspero año 2011.

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