Nunca sé si es cuestión de ganas de vender artículos navideños, prisas por parte del cliente por dejar paso a la Navidad antes de tiempo o nostalgia de la anterior que pasó demasiado rápido. El caso es que cada año las fiestas navideñas parecen adelantarse, o mejor dicho, prolongarse en el tiempo uno o dos meses más de lo previsto.
Hace años, empezábamos a notar ese sabor navideño con las primeras nieves -que coincidían con las matanzas-, la decoración multicolor, la lotería y esas primeras tabletas de turrón que las tiendas incitaban a meternos de lleno en la Navidad aunque el calendario se empeñara en seguir su ritmo y hacernos esperar unas semanas más. No esperábamos más de dos o tres semanas hasta que por fin era Navidad.
Desde hace unos años, a primeros de octubre “empieza la Navidad”: las estanterías de las tiendas muestran cientos de variedades de dulces y turrones en todos los sabores, precios y formatos para que todo el mundo encuentre el suyo. Los carteles de las ofertas se empeñan en meternos prisa y hacernos creer que el producto se está terminando. Los escaparates comienzan a mostrar su lado más tierno enfundándose en lazos, paisajes nevados y situaciones que hacen recordar que la Navidad está entre nosotros.
Curiosamente, a mucha gente le ocurre que una especie de rechazo hacia estas fechas tan entrañables le empieza a “carcomer” el alma y hace que cada año sean más los que por una u otra razón “odien” estas fiestas. No es cuestión de tildar a nadie de raro, ni de quitarlas del calendario, pero tal vez alguna dosis menos de Navidad sean mejor el remedio para que sigamos teniendo ese cariño que se merece; una sobredosis de espíritu navideño contribuye al cansancio y las tan deseadas fiestas acabarán convirtiéndose en una ingrata obligación.
No quisiera formar parte de ese –cada vez más extenso- grupo de los que dicen “odiar” la Navidad, pero tanto empacho de villancicos, turrones y decoración navideña en octubre, puede llevarme a sucumbir a la razón de los detractores que no se suben al carro del consumismo, ni de la estupidez enfundada en un saludo generalizado, acompañado de besos falsos y deseos inexistentes que la sociedad “obliga” a repartir.