Las palabras recobran un nuevo sentido entre árboles, piedras y vencejos atónitos que sobrevuelan el castillo de Palacios en busca de nuevas caras, de nuevas letras. El silencio, el paisaje, el ambiente… se tiñen de otro color distinto al habitual y se impregnan de poesía. Allí, bajo la cúpula celeste y al abrigo de las piedras que el castillo conserva en pie, un sinfín de espectadores, convertidos para la ocasión en atrevidos poetas, prometemos cada año escribir algo para hacer honor a las musas que tan amablemente se han ofrecido a ayudarnos a llenar una hoja de papel, con algún verso robado a cualquiera de los poetas que recitan para nosotros.
La tarde se hace poesía y los poetas encaramados en el estrado recitan sin parar invocando a los vencejos que tarde o temprano acaban haciendo su aparición. El viento trae retazos de historias y la música ayuda a la poesía a penetrar en nuestras almas literarias con notas mágicas que llenan de dulzura el momento estival. De pronto un vencejo solitario sobrevuela el castillo pasando lista. No se ha fijado bien si todos los espectadores están colocados en su lugar o falta alguno. Tal vez se sienta extraño al ver de pronto tanta gente colocada en filas mirando hacia un punto en común. Tal vez se incomode al ver que los que estamos allí hemos usurpado su silencio, su lugar de reunión, su intimidad.
Cuando las voces de los poetas se callan y las notas musicales enmudecen, nuestros corazones se van despidiendo del idílico lugar, rememorando las palabras que el grupo de poetas recitó para nosotros. La música y los acordes de las guitarras todavía retumban en el ambiente en una despedida que invita a volver. El castillo, majestuoso se alza ante nuestros ojos y un pendón en lo alto nos dice adiós. Los vencejos, satisfechos sobrevuelan de nuevo ante el público agradecido y el mágico lugar vuelve a quedarse en silencio.
