No hace falta que haga una disertación de las leyes que han salido últimamente adelante. Todos las conocemos de sobra. Medidas del estilo han sido aprobadas por toda Europa y los colores de los partidos que las han promulgado son de lo más variopintos. Quiero decir con esto que no caeré en valoraciones políticas. No haré aquí apología del botellón, porque prefiero la copa al vaso de plástico. Tampoco cantaré alabanzas pro tabaco, porque el de fumar es un delito que todavía no he cometido. Pero sí siento vulnerada mi libertad y mi integridad. Siento que han vapuleado mi madurez como ciudadana y que han pisoteado mi civismo y mi responsabilidad. Sí, me siento violada en mi intimidad.
¿Saben por qué es más fácil prohibir acciones que sustancias? Porque detrás de las acciones están los individuos y detrás de las sustancias, las multinacionales. Adivinen quién da más dinero al Estado. Quién sabe hacer presión. Luego sacan todo ese discurso paternal y salutífero a relucir y todos tragamos. ¿Saben que es lo que más me revienta de todo esto? La hipocresía.
Entiendo, porque cualquiera lo hace, que cuando la educación no llega, al ciudadano hay que apremiarle con normativa. Entiendo que debe ser el último recurso en aras de la mayoría. Pero mi mente no concibe que por sentado se imponga a la gente nada. Sí, es todo mucho más barato, pero la estupidez la estamos comprando carísima.
