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Suspenso en dibujo

● Polo Fuertes ►Jueves, 13 de junio de 2013 a las 9:15 Comentarios desactivados


Siempre fui y sigo siendo un negado para el dibujo, para el arte del carboncillo y los pinceles, para la pintura aunque sean monas colgadas de un árbol por el rabo. Por eso, no es de extrañar que un suspenso en dibujo fuera uno de los peores recuerdos de mi época de seminarista en el Aspirantado Maestro Ávila de Salamanca.

Y es que mi madre tenía la manía de empendonar nuestros esfuerzos y nuestras notas por todos los vecinos de aquella calle Astorga de los años cincuenta del pasado siglo, cuando mi hermano Chago y yo cursábamos sendos estudios en dicho colegio, en el número uno de la calle Fonseca charra. Por eso, cuando tuve la desgracia de suspender aquel año fatídico en dibujo, no le dolieron prendas y pregonó mi nulidad en esa asignatura.

Pocos fueron los ilustres vecinos de aquella calle Astorga de entonces que no se enteraron y me echaron el rapapolvo correspondiente. Siempre he sido un buen escuchador, sobre todo de la gente mayor. Por ello, hube de congraciarme con aquellos buenos amigos que tanta sabiduría me habían proporcionado en sus conversaciones, hacer contrición y propósito de la enmienda para tratar de paliar tan grave afrenta a aquella calle Astorga de ilustres vecinos.

Viniendo desde la Plaza Mayor hacia la calle Astorga, me acuerdo ahora de Laureano López y su tienda de paños; del señor José Concejo, ‘El Che’, con su comercio y ultramarinos, de Eliseo González el de las ‘arradios’; de don Cecilio el del comercio, o de la familia del Buen Gusto; hasta llegar a la farmacia y laboratorio de don Gonzalo.

Mientras que por el otro lado hay que destacar a don Mariano Luna, el médico; a don Alberto de Mata el farmacéutico; a las zapaterías de Prieto y de las hermanas Alonso. Las tiendas de curtidos de Tagarro y Cuno.

Qué buenos amigos eran todos: “Polito, ¿qué tal fueron los estudios este año?” y mi contestación era siempre indefectible: muy bien don… Y es que ser mal estudiante en el Aspirantazo era casi pecado. Porque te enseñaban a estudiar y sino estudiabas te aburrías como una ostra. Hasta que llegó el suspenso en dibujo.

Por la fila de Tagarro y Cuno seguía el comercio de Valderas y después los juzgados, de los que parecía ser eterno juez don Alberto. Y seguían los ultramarinos de Pollán y el bar Astur del señor Florencio. Después estaba el bazar de Mario y el banco Central con su director don Benigno Reyero.

A la farmacia de don Gonzalo, en la otra acera, camino de Astorga, seguía la ferretería de don Benigno Isla Carracedo. “Tu y yo tenemos que ser algo parientes porque el segundo apellido es el mismo”, me apuntaba siempre don Benigno. Y la peluquería de Casasola, junto al sanatorio de don Martiniano (“¿Me puedes decir, Carmen, para que quiere Polito el dibujo si va a ser cura?”, le espetaba a su mujer el cirujano); unos solares con pista de baile incluida y la casa de don Trinidad el chocolatero, hasta llegar a la panadería de ‘La Manjona’.

Seguía la casa cerrada de don Salustiano con el garaje Fuertes de bicicletas, nuestra casa, la de Domingo el peluquero y su mujer María la escabechera, la de Aurora Ogando y su cuñado Tomás Pérez, para concluir los soportales con la casa de la familia Alonso y sus fábricas de curtidos, junto con la fábrica de gaseosas de Castro y la fábrica de Imperiales, en una familia llena de artistas, escritores, poetas y músicos.

En la acera contraria nos habíamos quedado en el banco Central. Seguía la casa donde don Víctor, que daba clase de todo y en todo, la vivienda de don José de Paz, la cantina del señor Rafael y la casa de los curas, con don Francisco a la cabeza. Seguía la tienda de muebles Paz, el chalet de los Pérez y el garaje de Petronila, de bicicletas. Tras cruzar las currupias, estaba la tienda del señor Miguel el de Elsa (Eléctricas Leonesas SA), la Academia, la casa de Candelas (la del Bilbao) y sus hermanas, las viviendas del señor Higinio Amigo y su familia, la de los padres de Gerardo y Pedrín y las casas de los Tagarros.

Era una calle Astorga ilustre que además, uno de sus vecinos, don Víctor, tuvo la feliz idea de darme una par de tardes clase de dibujo lineal, con una serie de secretos que mi profesos salmantino no me había dado. Hasta tal punto, que con un lapicero, un compás y un cartabón me enseñó a dibujar una Virgen de la Anunciación casi perfecta, que me valió casi un sobresaliente en el mes de septiembre.

Eran recuerdos de aquella calle Astorga de mi infancia y juventud, por donde paso casi todos los días, para seguir recordando pasos y pasos repetidos por el viejo adoquinado, pisando nuevas piedras, ficticiamente envejecidas.

Hasta pronto, si mi salud no se cansa. Gracias a todos, amigos.

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