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Una escuela de fútbol llamada calle Astorga

● Polo Fuertes ►Martes, 13 de diciembre de 2011 a las 8:52 Comentarios desactivados


Tras mi última columna en leonoticias.com, muchos me han preguntado si es verdad que jugué en el Getafe, como aseguro en la misma. Pues claro. Lo que pasa es que yo fui de una escuela de campo de adoquines y porterías de chaqueta, jerseys o camisas, con balón de trapos y periódicos. Y es que en aquel entonces, mediada la década de los años cuarenta del pasado siglo, en La Bañeza no teníamos pabellón de deportes, ni porterías, ni casi praderas donde dar una mala patada a un balón sujeto por cuerdas con periódicos y trapos dentro.

Los chavales de La Bañeza, cada uno en su barrio, cada uno en su calle, rompíamos nuestras alpargatas de esparto y a veces, algún dedo del pie, si el adoquín se había desprendido un poco. Eran aquellos años cuarenta en los que aún se respiraban humos de pólvora y de odios, que en las casas, nuestros mayores cuchicheaban entre dientes para que nosotros no nos enteráramos de nada.

Los chicos de la calle Astorga éramos muy apreciados en aquel fútbol de posguerra, por el filigranear de nuestros balones en la misma calle adoquinada, como carretera general que era (la Nacional VI, Madrid-Coruña), cuidando mucho de no cascar un dedo del pie o una luna de escaparate despistado que se atravesara en nuestros lances. Quizá por eso teníamos fama de buenos regateadores.

Las porterías eran de algún jersey o camisa. A la salida de la escuela, con el zoque de pan, untado de tocino y salpicado de azúcar a punto de terminar, comenzábamos los encuentros sin árbitros ni entrenadores ni jueces de línea. Una portería la colocábamos a la altura de los ‘ultramarinos’ del señor Pollán (frente a la oficina de la actual Caja España) y la otra, frente a los soportales de los comercios de las familias Ogando (junto a la casa parroquial).

El partido duraba hasta las seis y media o las siete de la tarde que llegaban los coches de línea de Ramos y el tránsito rodado se hacía un tanto ‘denso’ por la calzada. Además, había que ir a subir en carrera a la escalerilla de acceso a las bacas de los autobuses, para ‘viajar’ gratis hasta las cocheras.

Después de cenar comenzábamos el partido nocturno, una vez reparado el balón con más periódicos, trapos y cuerdas, que restañaran las heridas del encuentro vespertino. Raro era el chaval de la calle que no tenía escalabradas las rodillas, porque el ‘terreno’ de juego dejaba mucho que desear, en comparación con otras calles que eran todavía de tierra y cunetas. Este partido tocaba a su fin cuando los camiones del pescado hacían sonar sus bocinas y llenaban de acelerones nuestra calle Astorga, camino de Madrid. Entonces nos sentábamos a un lado y a otro de la calzada en las ceras, para respirar gozosos la densa humareda de sus escapes de ‘aceite pesado’ (gasoleo), mucho más ‘benigna’ que los de los motores de gasolina.

Los recuerdos y las añoranzas me devuelven a mis años de pantalón corto, con tirantes de goma blanca. Con el tiempo tuve la suerte de perfeccionar mi fútbol de la calle Astorga en los patios del Aspirantado Maestro Ávila de Salamanca, en cuyo equipo titular de esta ciudad también llegué a jugar algún partido.

Pero como me dijo mi buen amigo Luís Aragonés (ver mi último artículo en leonoticias.com, titulado ‘Me acuso padre de no ver el Madrid-Barcelona’), Dios no me había llamado por los caminos del balompié y dejé mis últimos regates en el campo de La Llanera un día cualquiera de 1963, después de jugar una temporada en Getafe, desilusionado porque solamente cobraban en metálico los jugadores que habían venido de fuera, principalmente de Asturias, a reforzar aquella tercera división gloriosa del equipo local.

Una desilusión para ver cualquier partido por la televisión, principalmente, que ahora se ha incrementado al comprobar que más que fútbol es un negocio de esclavos y publicidades, en los que la garra local, la defensa de los colores del equipo, se esfuma en la rúbrica de un cheque cargado de ceros. Pero…, claro que jugué al fútbol. Aunque no para vivir de él. O a lo peor sí. Quisió.

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