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Vacantes pedimos, señor profesor

● Polo Fuertes ►Domingo, 5 de agosto de 2012 a las 10:35 Comentarios desactivados


En llegando los últimos días del mes de julio, salía a relucir una cantinela en aquellas viejas escuelas de hace más de sesenta años: “Vacantes pedimos, / señor profesor, / sino nos las da / le rompemos un cristal”. Los chicos de mi generación éramos un tanto brutos. Bueno, lo que habíamos visto u oído años atrás, cuando españoles contra españoles se había partido la crisma.

Y es que el mes de agosto era nuestro mes de vacaciones. El mes con el que habíamos soñado desde que pasaban las navidades. El mes en el que, después de haber programado mil y una aventura, al final siempre era una sorpresa cada día, un programa sobre la marcha. Procurando no hacer muchas fechorías, que después nos costara una ración de zapatillazos en el trasero. “Vacantes pedimos, / señor profesor, / sino nos la da / le rompemos un cristal”. Como si hiciera mucha falta el aviso de la rotura del cristal que, las más de las veces cascaba a poco que se desviaran las gomas de los tiradores.

Los primeros días del mes de agosto, si en casa no mandaban otra cosa (o procurabas escaquearte de los posibles recados, a poco que estrujaras el intelecto), siempre aparecías a media mañana en las eras de La Bañeza, que estaban nada más pasar la vía del tren o a la vera del campo fútbol. Yo siempre tenía donde montar en un trillo. Bien en la era de tío Victorino o en la de tío Alfredo. O si se terciaba, en la de tío Ramón que, estaba, como digo más atrás, en las inmediaciones del campo de La Llanera.

Era una gozada dar y dar vueltas a la trilla, sentado o de pie sobre el trillo resbalón, como el auriga de una cuadriga romana. Parando cada vez que las caballerías levantaban el rabo, con vistas a la evacuación carajonil, que tenías que recoger en un viejo caldero, adornado de pajas al efecto.

Las tardes, y tras torear la siesta, la pandilla de chavales nos dirigíamos a la orilla del río, en el ‘Lago de las damas’ donde, bien con taparrabos arramplado a la cómoda antes de salir de casa, o a ojete limpio, echabas unos buceos o nadabas para la posteridad.

Después, el camino de los chicos trastos nos llevaba hasta el campo de San Manuel, para regodearnos entre la arena de salía por los rotos de la pradera, con lo que se nos quitaba el furor que el agua del río había dejado en nuestra piel. A la vez que arrancábamos las primeras plantas de los patatales cercanos, que nos daban pie para celebrar una merienda campestre, asándolas entre las brasas de una hoguera prendida a tal fin. Una o dos plantas de patatas apenas se notaban el la parcela, y el pecado cometido se podía subsanar con una ‘porla’ (por la señal de la santa cruz…) y unos avemarías, a poco que el confesor de turno se tomara la fechoría con filosofía.

Estas pequeñas barbacoas patateras se terminaban a los pocos días, porque el campo de San Manuel (hoy complejo de las piscinas municipales) era el lugar escogido para montar, por los obreros del Ayuntamiento, una plaza de toros de madera, clavando enormes troncos de árboles, que rodeaban después de tablas y sentajines.

Ello daba pie a preparar (es un decir) nuestras particulares fiestas patronales. Para ello, a poco que los tíos de las eras nos dieran una escuálida propina por cuidar la trilla y sus caballos durante las mañanas agosteñas, íbamos haciendo acopio de mixtos y petardos, para celebrar nuestras particulares sesiones de fuegos artificiales, entre los corrillos de gentes que llenaban esos días la Plaza Mayor.

Ya digo, los chicos de mi generación fuimos un poco brutotes. “Vacantes pedimos, / señor profesor, / sino nos la da / le rompemos un cristal”. Siempre teníamos entre los pantalones o el mono/peto un bolsillo para guardar los tiradores de negrillo u gomas de cámaras de coche. La munición, en forma de piedras pequeñas, sobraba en cualquier calle que no estuviera muy cerca del centro de la ciudad, donde los adoquines habían empezado a invadir la tierra de aluvión.

Pero todo pasaba muy rápido. Casi como ahora, cargada ya la espalda de años, y septiembre asomaba su jeta a la vuelta de la esquina. El regreso a la escuela era irremediable. Los azotes con zapatilla incluida desaconsejaban hacer novillos y, sólo el pespuntear de las ramas frutales por entre los lomos de las distintas huertas, cargadas de tentación, hacían más llevadero aquel trauma posvacional. Pero eso es otra historia. Cosas de chicos, tía María.

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